ÃËÀÂÍÀß Î ÍÀÑ ÄÅßÒÅËÜÍÎÑÒÜ ÑÒÐÓÊÒÓÐÀ ÏÓÁËÈÊÀÖÈÈ ÊÎÍÒÀÊÒÛ ÊÀÐÒÀ ÑÀÉÒÀ ESPAÑOL
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AMÉRICA LATINA:

vuelta a la izquierda como retorno al proscenio de la política mundial

 

(Mesa redonda)


La revista rusa Economía Mundial y Relaciones Internacionales organizó una “mesa redonda” centrada en el fenómeno que se ha dado en conceptuar como “el retorno de América Latina a la palestra mundial”, tanto en el sentido de la política global como en el del renacimiento de las tendencias izquierdistas en el desarrollo social, que se encontraban en decadencia tras el derrumbe del “sistema socialista mundial”.


En la discusión participaron conocidos especialistas rusos en problemas de América Latina: Vladímir Davydov, doctor titular en Economía, profesor, director del Instituto de Latinoamérica (ILA) de la Academia de Ciencias de Rusia; Víctor Krasílshchikov (Krassílchtchikov), doctor titular en Economía, jefe de sector del Instituto de Economía mundial y Relaciones Internacionales (IEMRI) de la ACR, Kiva Maydánik (Ph. D. Historia), investigador jefe del mismo Instituto, Liudmila Ókuneva, doctora titular en Historia, profesora de la Universidad Estatal de Relaciones Internacionales de Moscú adjunta al Ministerio de Asuntos Exteriores de Rusia, Tatiana Vorozhéykina, profesora de la Escuela Superior de Ciencias Sociales y Económicas de Moscú.


Al inaugurar la discusión, el anfitrión de la “mesa redonda” Andrey Ryábov, director de la revista “Economía mundial y Relaciones Internacionales”, dijo:


Nuestro actual interés por la problemática latinoamericana se debe, por lo visto, no sólo al hecho de que los sucesos en el continente figuren últimamente como top-news de los medios de información mundiales. En realidad, son dos razones serias las que motivan el creciente interés hacia América Latina.


En primer lugar, está el hecho de que, si bien en la década de los 90 el continente quedó alejado de los vectores esenciales del desarrollo mundial, ahora asistimos a una rápida reincorporación de los países del área a la política mundial. Han cobrado fuerza sustancial los líderes regionales, como es el caso de Brasil, lo cual teóricamente, de cara al futuro le permite pretender al papel de una de las principales potencias mundiales. Al mismo tiempo ha crecido el interés de los actores globales (EE.UU., China y la Unión Europea) por los enormes recursos naturales del continente. En segundo lugar, nos hallamos en presencia de un evidente “giro a izquierda” en la política de muchos países del continente, aunque la intensidad y las formas políticas de este proceso difieren sustancialmente según el país en que transcurre. Por lo general, este viraje “a izquierda” suele interpretarse como una consecuencia de los fiascos de la modernización neoliberal de los años 90 del siglo pasado. Pero creo que hay otro aspecto más importante que propongo discutir hoy día.


¿Podríamos decir que en los inicios del siglo actual los países del continente sabrán proponer una nueva redacción de la idea izquierdista, del concepto del socialismo, la cual con el tiempo se propagará también en otras regiones del planeta? ¿Será este “renacimiento” de la idea izquierdista tan sólo una ola incidental, determinada por la mera coincidencia de varios factores, o se trata de una manifestación de cierta tendencia global?
No menos importante me parece otro tema a discutir. ¿Con qué papel vuelve el continente al escenario de la política mundial: como proveedor de recursos naturales, o es que América Latina podrá pretender a un nuevo lugar en los procesos mundiales? Pienso que en el curso de nuestra discusión pueden surgir otros temas, nada menos interesantes.


V. Davydov. Hoy en día en América Latina se produce una seria recombinación de fuerzas y de estructuras. Estamos observando la quiebra de anteriores esquemas y modelos de desarrollo, un cambio de configuración de los vínculos con el exterior. Todo ello transcurre en el marco de algo así como un campo magnético que, por un lado, actúa desde dentro, y, por otro, desde fuera. A todo ello precedieron cambios en la situación política interna de muchos países de esta región. En la historia moderna de América Latina, pese al símil de región “volcánica”, semejantes situaciones se han dado muy pocas veces. No obstante, la situación actual parece ser excepcional inclusive sobre el telón de fondo de ese “volcanismo” histórico. Además, supongo que el continente se encuentra en el mero comienzo de los cambios, por lo que todavía es difícil evaluar el alcance de los fenómenos en curso. Por ahora ni siquiera hemos elaborado la terminología adecuada para describir tales fenómenos.


En la primera mitad de los años 90 en Latinoamérica era patente cierta euforia vinculada a la implantación del modelo neoliberal. Daba la impresión de que ya estaba en marcha la modernización económica. Sin embargo, la región permanecía en un estado medio somnoliento desde el punto de vista socio-político y de la política exterior. La actividad de los estados latinoamericanos en el ámbito internacional había decaído. Todos ellos estaban como hipnotizados por el “hegemón”, el cual, a su vez, daba la impresión de haber alcanzado capacidad de dominio incompartido en el planeta. Parecía que a los latinoamericanos no les quedaba otra opción. Surgió una sensación de falta de alternativa, que originaba pesimismo en diversos sectores políticos de la sociedad, y no sólo entre las izquierdas, que sintieron los efectos del choque causado por la desintegración de la URSS, por el desmoronamiento del “sistema mundial del socialismo” y el descrédito de la ideología comunista y socialista. Pero, por lo visto, en un principio se exageró algo la magnitud de esa tendencia a la “monopolaridad”. En medio del desconcierto que reinaba entonces se llegó a absolutizarla, aunque con referencia a los años 90 sería más correcto hablar de “cuasi-monopolaridad”, concepto que refleja de manera más adecuada el estado real de cosas de aquellos tiempos.


Veamos el panorama general de la región a partir de comienzos de la década en curso. Uno tras otro los países cambian de color político. En Venezuela, y luego en Brasil y en Argentina, dentro del marco de procedimientos acordes con las normas democráticas universalmente aceptadas acceden al poder fuerzas que rechazan la experiencia neoliberal y declaran la orientación social de su política. Luego, en Uruguay asume el poder una coalición de izquierda, en los comicios de Chile se elige por segunda vez a la candidata promovida por el Partido Socialista, y respaldada por la coalición de centro-izquierda. En Bolivia, con el empuje “desde abajo” triunfa en las elecciones el líder radical de la izquierda Evo Morales, que representa a la mayoría indígena del país. En Costa Rica asciende al poder el socialdemócrata Arias. En Perú casi gana, al menos en la primera vuelta, el coronel Ollanta Umala, un radical de izquierda (que también es indio étnico). En la segunda vuelta, con escaso margen, cede paso a Alan García, que formalmente es socialdemócrata. El año 2006 estuvo marcado por una reñida pugna en México, donde López Obrador, el candidato de la izquierda, pierde con una diferencia mínima y bastante dudosa frente al exponente de la derecha Felipe Calderón. Como resultado de las elecciones en Nicaragua vuelven al poder los sandinistas.


Tal es el panorama de los acontecimientos. Su sincronía nos convence de que en ello interviene cierta regularidad. La explicación más trivial (sin que por ello deje de ser justa) consiste en que los costos de los experimentos neoliberales fueron demasiado altos. Agréguese que no consiguieron el objetivo deseado —la adaptación a los procesos de la globalización—, ya que las zonas periféricas de América Latina no lograron integrarse al nuevo mecanismo económico mundial.


No obstante, el cuadro de los factores causantes quedaría incompleto si lo redujéramos todo a los costos sociales de la estrategia neoliberal y a la incapacidad de incorporarse de manera constructiva en la globalización. Y es que, además, las reformas neoliberales han producido cambios sustanciales en la estructura social y en la psicología social de la población, en su actitud hacia la política. Hablando con franqueza, debemos reconocer que todavía no hemos tomado plena conciencia de ello.


Es evidente que la transformación neoliberal de la economía también ha cambiado muchas cosas tanto en “la cúspide” como en los “estratos bajos” de la sociedad latinoamericana, ha causado erosión de la clase media, dejando marginados a grandes contingentes de población que antes contaban con unas bases de vida aceptables. Naturalmente, ello hizo que se acentuara la polarización de la sociedad. ¿Pero en qué sentido? ¿Cuáles son las proporciones que se están formando dentro de la estratificación social? Todo eso constituye un campo en el que todavía tendrán que indagar sociólogos y politólogos.


Cuando nos referimos al “campo magnético” externo, solemos hacer hincapié en el factor de globalización. Dejando de lado este tópico, quisiera centrar la atención en una circunstancia más concreta. Últimamente todos somos testigos de un acelerado proceso histórico de redistribución de fuerzas e influencia a nivel global. Se están reduciendo, relativamente, las posibilidades de EEUU de operar en el espacio mundial y realizar sus intereses egoístas. Una de las causas más importantes de ello es el fortalecimiento de las posiciones de los países gigantes emergentes. En este contexto, los latinoamericanos van descubriendo nuevas posibilidades para maniobrar en el campo de la política exterior, algo que un momento dado —cuando se quebrantó el potente contrapeso a la primera superpotencia y se estableció algo así como una moratoria a las tácticas de maniobra— se había hecho casi imposible. Ahora vuelven a aparecer posibilidades y el propio margen de maniobra tiende a ampliarse. En América Latina ello se manifiesta en el cambio de los flujos de mercancías y de capitales, y en política exterior, en la búsqueda de nuevas alianzas internacionales.


Ha crecido sustancialmente el valor estratégico de la región. Adquieren especial importancia sus recursos. En el curso de la globalización y el cambio del paradigma tecnológico, paradójicamente se inició una revalorización de los recursos naturales. La continuación del crecimiento económico en la parte desarrollada del mundo y en los países gigantes emergentes depende cada vez más de esos recursos; en primer lugar, por supuesto, del petróleo y del gas, pero también de los metales, de los suministros de soja, de alimentos vegetales y animales. Obviamente esta situación favorece a quienes poseen recursos deficitarios, con cotización al alza en el mercado mundial (en el caso que nos interesa, los países de América Latina). Tal es una de las causas por que se explican los crecientes ritmos de desarrollo económico en la región.


Uno de los indicios más claros de que las cosas están cambiando es la entrada de China en el mercado latinoamericano. Más que de entrada, quizá quepa hablar de una verdadera irrupción. En tan sólo unos años, partiendo de una presencia mínima minimorum, China se convirtió en uno de los principales socios comerciales de varios grandes países del área latinoamericana, y ahora también en un gran inversor. Es significativo el alboroto que se armó en Washington por el temor de que los chinos se estén adueñando de facto del Canal de Panamá. Esta importante vía de tránsito consta ahora de dos ramas: una de naves convencionales y otra de transporte por contenedores, y la correlación de los volúmenes de cargas transportadas va cambiando a favor de los contenedores. Al incorporar compañías de Hong- Kong, los chinos establecieron “a la chita callando” su control sobre la segunda arteria y “enseñaron los colmillos” a los norteamericanos. Y esa es otra de las manifestaciones del serio cambio de situación en el continente.


Veamos ahora el problema de la integración intrarregional, que se ha convertido en un imperativo para los países de la región desde mediados del siglo pasado. La integración estaba llamada a compensar la debilidad individual de cada país: la estrechez de los mercados internos y las limitadas posibilidades de negociación. Siguiendo, prácticamente, los pasos de Europa, América Latina acumuló una gran experiencia de integración. Hacia finales del siglo XX aparecen nuevas formaciones y alianzas interestatales que ejercen influencia sobre los viejos modelos de integración que se venían aplicando durante decenios. Es una circunstancia que infunde esperanzas, pero que es también alarmante, ya que altera el equilibrio de antes y, en algunos casos, suprime los brotes de solidaridad latinoamericana, originando serias colisiones.


Tomemos el caso del MERCOSUR, en el cual se cifraban bastantes esperanzas. Se pensaba que era el único polo alternativo al Norte y a la NAFTA en el marco del Hemisferio Occidental. Pero últimamente se han generado serios roces dentro de dicho bloque, entre otras causas, porque Washington decidió formar su megabloque propio, promoviendo el proyecto del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), con el propósito de dejar atrás a la Unión Europea, adueñarse de los recursos de esta región y desplazar a los demás “pesos pesados”. No lo lograron. En el ámbito latinoamericano la oposición resultó ser demasiado fuerte y resistente. Algunos llegaron a pensar que Washington había sufrido un fiasco. Yo no comparto tal punto de vista. Al no alcanzar el éxito por la vía principal, los Estados Unidos buscan vías de rodeo y procuran ahora ganarse uno a uno a determinados países latinoamericanos para que abandonen el campo de la oposición.


Parecería que el ingreso de Venzuela en el MERCOSUR no podía menos que incrementar el potencial de este bloque. Entre sus integrantes existe evidente complementación recíproca: los enormes recursos energéticos de Venezuela se suman al potencial industrial y tecnológico de Brasil y a los recursos agroindustriales de Argentina. El futuro se presentaba con visos bastante optimistas. Pero Washington se valió de cierta insatisfacción (tal vez, justificada) de Uruguay y de Paraguay y entabló conversaciones separadas con los socios “menores” del MERCOSUR. Por lo visto, los EE.UU. procuraban neutralizar así el efecto de la incorporación de Venezuela al bloque, que amenazaba a las pretensiones globales de Washington.


Distinta es la situación que observamos en la Comunidad de Naciones Andinas (CNA). Las negociaciones separadas que emprendió Washington con Perú y con Ecuador provocaron serios roces dentro de la CNA, motivando la salida de Venezuela. Ante la situación creada, Hugo Chávez adoptó —como es costumbre de él— una actitud recia. Al salir de la CNA Venezuela colocó esta agrupación prácticamente al borde de la desintegración.


Sería erróneo afirmar que los bloques integracionistas en América Latina no hayan surtido el efecto esperado. Cierto es que esos bloques no alcanzaron la máxima fase de integración, quedándose a nivel de unión aduanera incompleta. Prácticamente por ninguna parte advertimos la existencia de un Mercado Común. Pero, con todo, el proceso integracionista intrarregional ha consolidado los cimientos económicos, ampliado la capacidad de maniobra de los países del continente así como el campo de actividades para el capital nacional. Ahora bien, cuando uno ve como quiebran lazos tradicionales que unían a los países de la región durante decenios, quiérase o no, empieza dudar de que los nuevos esquemas de integración puedan rendir resultados más positivos que las viejas uniones integracionistas. La Comunidad de Naciones Sudamericanas, formada recientemente e integrada por casi todos los estados al sur del Canal de Panamá, se encuentra por ahora en la etapa de consultas y declaraciones de buenas intenciones.


Tal es el contexto mundial y continental de lo que solemos calificar de giro a la izquierda en Latinoamérica.


Subrayemos que este “viraje a la izquierda” abarca, en realidad, un amplio espectro de posiciones y corrientes. Veámoslo, comenzando por el centro y avanzando hacia la izquierda. Tenemos a Chile con la presidenta Michelle Bachelet. Allí se ha dado un nuevo paso en lo que concierne a la orientación social de la economía de mercado. Con todo, la economía chilena sigue siendo la más eficaz del área latinoamericana. Los chilenos han sabido encarar dignamente muchas situaciones complicadas. Un claro ejemplo es la actitud adoptada por su país, en calidad del miembro interino del Consejo de Seguridad de la ONU en lo referente a la operación militar en Irak. Chile, a pesar de las fuertes presiones a que fue sometido, se negó a apoyar el proyecto norteamericano-británico.


Muchos dicen que los tiempos de Kirchner en Argentina traen a la memoria la época del peronismo. Bien puede ser que se trate de una nueva variante del peronismo. ¿Acaso podemos calificarlo de camino a la izquierda? En cierta medida sí, pero muy convencionalmente. Se perciben tendencias autoritarias, la propensión a soluciones administrativas, la apelación a los intereses al capital nacional orientado al mercado interno, o sea, lo mismo que vimos en tiempos de Perón.


Más a la “izquierda” de Argentina se haya el Brasil. El presidente Lula da Silva, a pesar de las deudas sociales derivadas de su programa electoral, no tiene prisa en exponer a riesgo la economía nacional. Los compromisos se cumplen a medida que se van acumulando los correspondientes recursos financieros. Las acusaciones desde el flanco radical de la izquierda de que se ha relegado al olvido la primogenitura política y se está siguiendo el rumbo neoliberal de F. H. Cardoso, envenenan, desde luego, la vida del líder brasileño, pero no lo privan de la masa crítica del crédito. La peculiaridad de la situación en Brasil consiste en que el antecesor de Lula no cayó en extremos neoliberales, como ocurrió en muchos otros países de la región. La política de Cardoso fue bastante sopesada y, por consiguiente, no había necesidad en un brusco viraje.


Es interesante ver que EE.UU., cuya actitud hacia la administración de Lula era al comienzo poco amigable, ahora ha cambiado de tono. Dentro del cuadro general de esta región, en cuyo flanco izquierdo actúan Morales y Chávez, Lula les parece a los norteamericanos un interlocutor aceptable. Es más, ahora piden a los brasileños que intercedan en su favor en las relaciones con los opositores latinoamericanos más rebeldes. En este momento de ascenso de la ola de izquierda y con la evidente “sobrecarga” que pesa sobre la política exterior estadounidense por los vectores de fuerza que se manifiestan en otras vertientes, a Washington se le está haciendo difícil perseguir sus objetivos mediante la tradicional presión sobre países de América Latina que cumplen plenamente con el criterio de democráticos.


Al hablar del desplazamiento hacia la izquierda en el continente, no podemos pasar por alto los rasgos específicos que este adquiere en los países donde la población indígena es mayoritaria o ejerce fuerte influencia. Tanto desde el punto de vista de las proporciones demográficas como desde el de la influencia de este segmento de población en la vida política, el “componente indígena” cobra una importancia cada vez mayor. No hace falta ser profeta para afirmar que en el futuro el “renacimiento indio” se hará sentir todavía más en Bolivia, Perú, Ecuador, Guatemala y en algunos otros países del “cinturón indígena”. Es evidente, que el factor etno-político distinguirá cada vez más la situación en estos países de la que se configure en el resto de la región. Lo más probable es que en América Latina aumente la variedad cualitativa de los modelos y regímenes de orientación izquierda. Ya ahora las ambiciones desmesuradas de algunos políticos de izquierda hacen que estos regímenes se pisen los talones unos a los otros, a veces de manera bastante dolorosa. En ello consiste el riesgo para la “marcha de la izquierda”. Citaré el ejemplo de Bolivia, donde plantando cara a las transnacionales se procedió a la nacionalización de la industria de recursos energéticos. A quien más afectó esta medida, es Brasil, donde hasta un 40% del consumo de gas se satisface gracias a los suministros bolivianos. En cierto sentido, Morales le puso una zancadilla a Lula cuando se estaba preparando para las nuevas elecciones. Otro ejemplo, es el del Perú. No creo que las declaraciones de Chávez durante la campaña electoral de Ollanta Umala le ayudaran a éste. Más bien lo contrario, sólo podían dificultar su elección. ¿Cuál era, entonces, el cálculo?


Resumiendo, podemos sacar ciertas conclusiones. Primero. Es evidente, que el eje de la vida política en la región se ha desplazado a la izquierda. Por lo general, este cambio es consecuencia de la aplicación vulgar, fundamentalista de las recetas neoliberales en la economía, y de la aparición en el escenario político de nuevos actores y líderes sociales cuyos discurso y práctica real están más tono con los estados del ánimo de la mayor parte de los electores. Segundo. El espectro de los proyectos puestos en marcha, es muy amplio. En estos intervienen corrientes moderadas de centroizquierda, populistas radicales y nacionalistas de izquierda, así como movimientos indígenas de izquierda. Queda por ver el grado de vitalidad de estas en una perspectiva a largo plazo y hasta qué punto sus planteamientos se revelen adecuados a los imperativos de la etapa contemporánea. Tercero. La situación internacional y la coyuntura económica mundial de los últimos años favorecen dichos cambios en la región, creando un espacio de maniobra más amplio, inclusive en la política exterior.


L Ókuneva. Con plena razón V. Davydov ha planteado aquí el problema del crecimiento de la importancia estratégica de América Latina en el mundo contemporáneo. Estoy de acuerdo con tal enfoque y ese es el marco en el que me propongo analizar una serie de importantes aspectos políticos de la actual evolución en esa área y los fenómenos a que suele abarcar el concepto de “giro a la izquierda”.


Pese a la pronunciada peculiaridad histórica de la actual situación en Latinoamérica, a pesar de que la “izquierda” actual poco se parece a sus antecesores, en el cuadro general se transparenta netamente la tradición de las luchas libertadoras, de los poderosos movimientos de izquierda y manifestaciones de masas en demanda de reformas sociales, por que se caracteriza el paradigma latinoamericano. En el transcurso del siglo XX y, en especial, después de la Segunda guerra mundial, el continente ha sido arena de lucha entre distintos proyectos de desarrollo: principalmente, entre proyectos de signo revolucionario y radical, por un lado, y de cuño reformista, por el otro. Su primer gran enfrentamiento se produjo a finales de los años 50 del siglo pasado, cuando las amplias masas populares entablaron prolongadas batallas contra las dictaduras y las oligarquías locales, contra la dependencia del capital extranjero. Los primeros en mostrar una alternativa al tipo arraigado de desarrollo fueron Cuba y Venezuela, donde casi simultáneamente fueron derrocados sendos regímenes represivos. Cuba, aunque no de entrada, inició el camino de la radicalización de la revolución culminado en 1961, a proclamar la opción socialista. En Venezuela el precedente cubano suscitó reñidas discusiones acerca de las perspectivas de desarrollo. Como resultado, en dicho país se formó un sistema de “democracia representativa”, en el que se plasmó claramente la alternativa reformista.


No obstante, persistía el abismo que separaba esta región de los estados desarrollados, así como la necesidad de las nuevas reformas económicas y sociales en favor de la mayoría de la sociedad; es por eso que y a fines de los años 60 volvió a situarse en el primer plano el problema de las variantes de transformaciones que más reclamaba la sociedad. En 1970 aparece en el escenario la revolución chilena, como un intento de las fuerzas de izquierda de hacerse con el poder por la vía constitucional. Muchos pensaron que América Latina ya estaba en el umbral de nuevas transformaciones serias. Sin embargo, los tres años del gobierno de las fuerzas de izquierda terminaron con un viraje a derecha seguido `por la instauración de dictaduras militares, ya no sólo en Chile sino también en otros varios países del continente. Era un fracaso estratégico de largo plazo para las fuerzas de la izquierda de toda la región: la revolución sandinista del año 1979 fue de carácter local y no podía infundir nuevo aliento a la alternativa izquierdista.


Latinoamérica procuró encajar en las nuevas realidades, en el mundo globalizado, que presentaba nuevas exigencias y nuevas reglas de juego. Durante dos décadas, las de los años 80 y 90, esta región se probó todas las “vestiduras” políticas posibles y se convirtió en polígono de ensayo para todos los modelos de desarrollo conocidos. Daba la impresión de que el continente entraría en el siglo XXI dejando atrás, relegadas a la historia, toda una serie de alternativas que parecían caducas.


Pero de pronto politólogos y políticos de todo el mundo vuelven a hablar de la “nueva izquierda” y del “giro a la izquierda” en América Latina. En el período de 1998 a 2006 en ocho países (en Venezuela, Brasil y Chile - dos veces y en Argentina, Uruguay, Bolivia, Nicaragua y Ecuador) las fuerzas de la izquierda llegan al poder por vías constitucionales.


Pienso que la causa fundamental es que en la época de la globalización el carácter de los problemas tradicionales de América Latina ha cambiado: han adquirido extraordinaria agudeza. En este contexto, el viraje a izquierda es reflejo de la reacción de las sociedades latinoamericanas al neoliberalismo, a los enormes costos que éste supuso para la sociedad, debido, ante todo, al recorte y repliegue de los programas sociales. Este último factor sólo podía traducirse en continua pauperización de las masas, en la aceleración de los procesos de marginalización y el crecimiento del tamaño de la exclusión social. Todo ello ha contribuido al nuevo auge de los movimientos de la izquierda, que tradicionalmente han tenido fuerte raigambre en Latinoamérica.


Entre los demás factores que determinaron el “giro a la izquierda” cabe mencionar la persistente influencia de la cultura política de la izquierda y, en particular, de la ciencia política de izquierda, que ocupa un importante lugar dentro del pensamiento social de los países del continente. Como señalara V. Davydov todavía a finales de los años 80, en la sociología y la ciencia política latinoamericanas prácticamente no se han diseñado lineamientos políticos de la derecha: dichos programas y proyectos de carácter derechista suelen ser copias de modelos occidentales (el neoliberalismo, la “escuela de Chicago”, etc.), mientras que las corrientes políticas de cuño autóctono han sido promovidas precisamente por la izquierda.


Las fuerzas de izquierda que han llegado al poder en ocho países, son, en gran medida, similares, pero también presentan bastantes diferencias. La similitud se da, en primer lugar, en las causas de tal demanda política: la desintegración social, la pauperización de las masas, en general, y de la clase media, en particular, el crecimiento del número de “excluidos”, la falta de resultados positivos palpables de las reformas neoliberales. En segundo lugar, les confieren semejanza los viejos objetivos comunes —carentes ya de su antiguo fundamento ideológico—, incluido el de avanzar hacia la justicia social. Las simpatías hacia Cuba están relacionadas con el período romántico de su revolución, con la personalidad de Che Guevara y el papel que éste desempeñó en su tiempo, pero no inducen a seguir el camino cubano. Incluso H. Chávez, el más radical de los actuales líderes de la izquierda, está hablando del nuevo “socialismo del siglo XXI”, pero no de un socialismo copiado de los modelos de desarrollo soviético o cubano. Un importante rasgo común de las izquierdas latinoamericanas consiste en que ahora son plenamente conscientes de las realidades del día de hoy y no rechazan la economía de mercado. Naturalmente, aspiran a alcanzar cierto equilibrio entre el mercado y la justicia social, defendiendo los principios de la intervención del Estado en la economía, los principios del “nacionalismo económico”.


Al mismo tiempo es evidente el pluralismo de las izquierdas, su carácter polifacético. Los regímenes de izquierda existentes podrían ser divididos en tres grupos. El primero es el de signo radical, que está representado por Venezuela y Bolivia (con la presencia tácita de Cuba). En el segundo, de orientación socialdemócrata (en la variante europea de este concepto), está Chile. Un lugar intermedio lo ocupan Brasil, Argentina y Uruguay. Procurando reformar (en grado distinto) la esfera social, estos países se atienen en la esfera económica a la política de mercado. El presidente argentino, N. Kirchner, por ejemplo, aplica la estrategia del “nacionalismo económico” sin socavar las relaciones de mercado y subraya la necesidad de robustecer el capitalismo nacional mediante el reforzamiento del sector estatal. El presidente uruguayo, T. Vázquez, busca la manera de concertar con EE.UU. un acuerdo de libre comercio y opina que la estrategia de su país se asemeja a la de Chile y de Brasil.


Veamos con más detalle el fenómeno del viraje dado por Brasil, un viraje que en realidad venía madurando y concretándose en la práctica desde hacía bastante tiempo. Durante la presidencia de J. Sarney (1985–1990) Brasil fue liberándose poco a poco de las formas de gobierno autoritario. Las reformas cardinales comenzaron después de triunfar en las elecciones presidenciales de 1989 F. Collor (1990–1992), el cual promovió un programa de reformas basadas en la terapia de choque, en la privatización, en la liberalización de los lazos económicos externos y en las medidas antiinflacionarias. No obstante, el fracaso de los planes de F. Collor reveló sus puntos flacos: la carencia de suficiente apoyo político, el estilo autoritario de la realización de las reformas, la falta de consenso en las cuestiones clave del desarrollo del país.


Durante el mandato presidencial de I. Franco (1993–1994) se notó cierta atenuación de las consecuencias negativas de la terapia de choque, se perfiló la tendencia de avance del régimen gobernante hacia la izquierda. Al mismo tiempo en diversos círculos políticos cundía la idea de que las recetas socialdemócratas eran adecuadas a la realidad brasileña, idea que cobró cuerpo en la política del presidente F. H. Cardoso (1995–2002). Con él guarda relación toda una serie de adelantos: el éxito de la reforma antiinflacionaria, cierta eficacia de las medidas para restringir las funciones económicas y ampliar las funciones sociales del Estado, consolidar la democracia y avanzar hacia el consenso nacional. Es precisamente durante la presidencia de Cardoso cuando se planteó por primera vez en el continente la cuestión principista de las posibilidades y los límites de una estrategia que permitiera combinar en el marco de una misma política el neoliberalismo económico y el despliegue de programas sociales. Pronto se vio que era una tarea muy difícil de llevar a cabo. En el tramo final del gobierno de Cardoso se intensificaron dentro de la sociedad las críticas a los resultados de las reformas, ante todo por parte de la mayor fuerza opositora, el Partido de los Trabajadores (PT).


En el año 2002 el viraje a la izquierda se manifestó en su plenitud. En las elecciones presidenciales la sociedad expresó su rechazo del rumbo político anterior y se pronunció a favor de los cambios. El líder del PT, L. I. Lula da Silva, obtuvo una rotunda victoria (61.3% de votos) y asumió la Presidencia. Lula da Silva, hombre de extracción humilde, proclamó un programa de reformas sociales articulado en base a una especie de fórmula triúnica de lucha: contra la miseria, contra el hambre y contra la disparidad social. En este sentido se planteó como principal remedio el crecimiento del empleo. De inmediato comenzó a llevarse a cabo el programa de “Fome Zero”, que ha dado notables resultados positivos. Hay quienes tienden a minimizar los logros alcanzados por los representantes de la izquierda. Pero conviene remarcar que todavía bajo el mandato de Cardoso, en el marco del programa “Comunidad solidaria” se adoptaron serias medidas para reducir la pobreza. También el gobierno de Lula ha hecho mucho en este sentido, aunque el problema de la pobreza sigue siendo bastante agudo.


Las organizaciones de base del PT y su núcleo intelectual esperaban reformas más radicales en el plano económico. Sin embargo, el gobierno no accedió al cambio de la política monetarista del gabinete anterior, al incumplimiento de los acuerdos monetarios con el FMI. Se mantuvo el status quo en la política económica, lo cual motivó duras críticas por parte del ala izquierda del PT, que acusó a Lula de “proseguir la política neoliberal antipopular” y de echar al olvido sus promesas electorales. Dentro del PT comenzó a formarse una corriente izquierda, que ha llegado a constituirse como partido “Socialismo y Libertad” (PSOL).


Sin embargo, en las elecciones del año 2006, Lula volvió a obtener una victoria contundente (con el 60.8%), dejando claro que su rumbo político seguía contando con el apoyo mayoritario de la sociedad.


En general, se está planteando de forma más aguda la cuestión de cómo combinar el neoliberalismo en la economía con la acentuación de la orientación social de las reformas. Se trata, en realidad, de un dilema, el “drama de la izquierda en el poder”: por un lado, en las condiciones de la economía contemporánea no es posible prescindir de ciertos métodos e instrumentos de regulación acordes con el esquema neoliberal, que presuponen la congelación o, incluso, la reducción del gasto público, pero, por otro lado, resulta objetivamente necesario aumentar el financiamiento del esfera social, reformándola en profundidad, aunque sólo sea por el hecho de que de la solución de los problemas sociales depende la competitividad de la economía nacional y el funcionamiento eficaz del mercado propio.


K. Maydánik. Tomando en cuenta esta importante circunstancia, supongo que al hablar del “giro a la izquierda” en el continente se debería tener en cuenta, que el tiempo real de los cambios en América Latina se inscribe en el período que comenzó en los años 1997–1998 y concluyó en los años 2002–2003.


V. Krasílshchikov. En realidad, se trata de un período en que el esquema de la modernización neoliberal ya estaba agotado. Es precisamente en 1997 cuando en el continente, en conjunto, se registró el máximo incremento del PIB después del año 1980 (que señala el inicio de “la década perdida”): en 1997 el PIB creció en el continente en el 5,2%. La cifra es comparable con los promedios de crecimiento anual registrados en la década de los 70 (5,7%). Luego América Latina entró en un período de estancamiento que vino acompañado (como ha ocurrido casi siempre a lo largo de su historia) con la expansión desproporcionalmente brusca de la pobreza y de la miseria, tanto en cifras absolutas como respecto al número total de la población. Con la crisis de los años 2001–2002 en Argentina, que evidenció el fracaso total del neoliberalismo y de las recetas del FMI (de los consejos que invitaban a apagar el fuego con gasolina) concluye de hecho el período a que se ha referido K. Maydánik, del período de acumulación del potencial para los cambios.


Ciertamente, el fenómeno de que tratamos hoy puede ser calificado como viraje de América Latina a la izquierda, aunque semejantes tendencias (al menos de manera implícita) se observan también en Europa Occidental. Todos sabemos la magnitud que alcanzaron las huelgas y manifestaciones de protesta contra la cacareada ley del primer empleo, que sacudieron a Francia a comienzos del año 2006. Muchos observadores veían semejanza entre estas manifestaciones y los sucesos del mayo de 1968. Y a mí ello me hizo recordar el tercer capítulo del Manifiesto del Partido Comunista, en el que C. Marx y F. Engels analizaron diferentes corrientes del socialismo utópico y reaccionario y criticaron el capitalismo de su época desde el punto de vista del pasado. A mi modo de ver, hay bastantes razones para suponer que hoy en día en Europa Occidental tiene lugar cierto auge del socialismo reaccionario en una modalidad nueva, cuyas raíces se remontan al socialreformismo de los años 50–70 del siglo XX. ¿No estaremos en presencia de algo similar en América Latina, donde diferentes corrientes sociopolíticas, que con toda razón critican el neoliberalismo y el crecimiento de la desigualdad socioeconómica, intentan volver a las “gloriosas tres décadas” latinoamericanas de los años 1950–1980? Supongo que por ahora no es posible dar una respuesta unívoca a esta pregunta, ya que, como señaló V. Davydov, nos encontramos tan sólo en el comienzo de una gran etapa de cambios.


Hoy en día América Latina aparece como líder, como el centro del proceso revolucionario en todo el mundo. Así las cosas, ¿serán pertinentes las comparaciones con la situación en los años 60 y comienzos de los 70 (pongamos que hasta el 11 de septiembre del año 1973, cuando se produjo el golpe de Estado en Chile), cuando la revolución comenzó a hablar en castellano y cuando se aplicaba América Latina el calificativo de “continente en llamas”? Y sí, y no, aunque yo acentuaría la palabra “no”. Y voy a decir por qué.


En aquel entonces América Latina, a pesar de todas las crisis estructurales y de los problemas agudos, incluidos los que estaban relacionados con el agotamiento de la industrialización sustitutiva, vivía un período del auge industrial. Estábamos entonces en tiempos de la “guerra fría” y existían modelos de desarrollo alternativos al capitalismo norteamericano. En aquel momento se podía hablar del retroceso del imperialismo (fracaso de EE.UU. en Vietnam) mientras que los sucesos trágicos en Chile podían ser interpretados como un revés provisional de la revolución. En los países de Latinoamérica, entre tanto, se observaba la consolidación de la sociedad civil, aunque este proceso se operaba al amparo del Estado, iban cristalizándose las clases y las capas de población correspondientes al capitalismo industrial de desarrollo medio (¡no al europeo!).


Desde hace mucho se sabe que el populismo, que en los años 30 y 40 del siglo XX llegó al poder en varios países latinoamericanos, no fue sólo una reacción al derrumbe del viejo sistema oligárquico, que sufrió los efectos de la Gran Crisis de los años 1929–1933. Expresaba a su modo la falta de desarrollo de las clases en la sociedad burguesa de América Latina, donde el Estado, sin que se lo propusiera expresamente, desempeñaba un papel muy importante en el proceso de la industrialización acelerada, mientras que su política de compromisos y de maniobras entre las clases que iban formándose, hasta cierto momento satisfacía a todos.


Hoy día cabe hablar de algo así como la resurrección del populismo, si no en su esencia, al menos en su forma. Esto ocurre, en gran medida, porque al embate de la globalización se derrubian y retroceden las clases de la sociedad industrial capitalista, ante todo la clase nacional de los obreros industriales y la burguesía industrial nacional. La diferenciación social está perdiendo el carácter clasista de antaño, mientras que la estructura de la sociedad tiende a simplificarse en extremo. Hoy día hay que hablar no sólo y no tanto de la división de la sociedad en clases, sino de la división en ricos y pobres, sin que importe mucho el método de obtención de los ingresos ni el lugar que ocupan unos y otros en la división social del trabajo. En tales condiciones ¿es posible dar una definición unívoca del “nuevo populismo”, del movimiento de protesta contra la segregación social, que lo califique como un fenómeno social progresista o reaccionario? El hecho de que el auge de los movimientos de izquierda en el continente haya sido provocado por la expansión de las protestas contra el neoliberalismo no significa de por sí que tales movimientos sean de carácter incuestionablemente progresista, ni que estén libres de elementos de utopía reaccionaria.


Para la mayor parte de las fuerzas políticas de la izquierda en el continente es obvia la necesidad de cambios estructurales en la economía latinoamericana y de las reformas sociales. Está absolutamente claro que tales cambios requieren el creciente papel del Estado en la economía. En este sentido vale la pena ver la reciente entrevista de Osvaldo Sunkel a una revista teórica venezolana. Estando en principio de acuerdo con la idea de la regulación estatal, él plantea la pregunta: ¿qué Estado y con qué fin debe regular la economía? Claro está que no es posible volver a la regulación de antes, a la que se aplicó en los años de la industrialización (1). Es evidente que la regulación estatal debe ir en combinación con una participación más activa de la sociedad civil y sus instituciones en la elaboración de la política económica y social. Pero surge otra pregunta: ¿Tendrá la sociedad civil de los países de América Latina, que está siendo objeto de erosión, un potencial suficiente para ser actuar de modo competente, contraponerse de modo inteligente a las transnacionales y al capital financiero especulativo? Si bien en los países de Europa Occidental la sociedad civil puede desempeñar tal papel, y con frecuencia se convierte en tal actor, creo que en las condiciones de Latinoamérica esta pregunta aún no tiene respuesta.


Hoy en día el gobierno de Hugo Chávez, que está tomando conciencia de la necesidad de librarse de la dependencia petrolera y no permanecer constantemente prendidos a “la ubre del petróleo”, incentiva el crecimiento de la industria manufacturera e incrementa las inversiones en la esfera social, en la salud pública y en la educación. Ahora bien, en perspectiva, la propia política industrial y social de Chávez puede poner en entredicho todo lo que está haciendo para el desarrollo del país.


En primer lugar, con la diversificación y complicación de la economía y con el cambio de las funciones del Estado será inevitable la aparición de una nueva burocracia (nomenclatura). Es el drama objetivo de la revolución al que se refirió con amargura Ernesto Che Guevara (2). Y es cierto, la revolución, si quiere ser exitosa, solucionar los problemas sociales y sacar al país de las tenazas del subdesarrollo, si quiere superar el carácter periférico, debe ser creativa. Y para ello necesita burócratas y tecnócratas, los cuales a veces distan mucho de cualquier romanticismo revolucionario. Tarde o temprano aparecen sus propios intereses de grupo, determinados por el carácter particular del consumo, y se tornan contrarrevolucionarios. Lo demás ya lo sabemos por la experiencia soviética y, en general, por toda la experiencia eurooriental del siglo XX.


En segundo lugar, el desarrollo acelerado y (bien puedo admitirlo) exitoso de la educación traerá como consecuencia la formación de una generación joven bien instruida, la cual reclamará ofertas de trabajo interesante y bien remunerado. Esa generación querrá incorporarse activamente a los procesos de la globalización, y no hay seguridad alguna de que el Estado resulte capaz de satisfacer tales demandas. De ahí sería inevitable la creciente tirantez social, comenzaría la fuga de cerebros.


En general, el futuro del actual giro a izquierda en América Latina dependerá en gran medida de la capacidad de los gobiernos de izquierda y de centro-izquierda de los países de la región para dirigir su movimiento no en contra de la globalización, sino hacia otra globalización. Sin embargo, este camino entraña la amenaza del deslizamiento a la defensa de la identidad indígena, que ya en varias ocasiones los llevaba a los izquierdistas al fracaso.


K. Maydánik. Antes de expresar mi opinión acerca de la situación actual en América Latina y manifestar mi desacuerdo con algunos postulados concretos de la intervención de Víctor Krasílshchikov, quisiera plantear unas preguntas de carácter más general: ¿Qué lo que es la reacción en el mundo contemporáneo? ¿Cuáles son hoy día los criterios de lo progresista y de lo reaccionario? Antes, en la época industrial, teníamos bien claro que todo cuanto contribuía al desarrollo de las fuerzas productivas de la sociedad (las cuales se entendían, generalmente, de acuerdo con la escala y nivel de la producción material) se consideraba progresista, mientras que todo, lo que obstaculizaba tal desarrollo, era reaccionario. Pienso que en el siglo XXI tal idea ya ha sido sepultada y, a mi juicio, sepultada para siempre.


V. Krasílshchikov. No estoy seguro de que esté sepultada, ya que la solución de los problemas sociales, piedra angular en la política de los gobiernos latinoamericanos de izquierda, está objetivamente orientada a la principal fuerza productiva, que es el ser humano. Y cuando hablamos de la actual política socioeconómica de las izquierdas en América Latina, el enfoque relativo a la noción de “fuerzas productivas” adoptado en el marxismo, según el cual se promueve al primer plano el ser humano, sus capacidades y conocimientos, puede adquirir gran significado metodológico y heurístico.


Reflexionando acerca de lo progresista y lo reaccionario yo haría una pregunta para detallar: ¿hay diferencia entre reacción y contrarrevolución? Me parece que revelando tales diferencias podríamos llegar a resultados muy interesantes.


Así, por ejemplo, el golpe del Estado del 11 de septiembre del año 1973 en Chile fue desde el comienzo una reacción de determinados y bien conocidos sectores a la política del gobierno de Salvador Allende. Luego el régimen de Pinochet se convirtió en contrarrevolucionario, comenzando a realizar (aunque sólo parcialmente y respondiendo a los intereses de los grupos sociales superiores) lo que debía haber hecho la revolución para la mayoría de la población del país. En general, en los últimos veinticinco años del siglo pasado ocurrió (a escala global) algo que a primera vista parece paradójico: no fueron las fuerzas políticas de la izquierda, sino las fuerzas contrarrevolucionarias de la derecha, las que contribuyeron al desarrollo de las tecnologías informativas avanzadas. Además, con la ayuda de los microprocesadores los neoconservadores hicieron lo mismo en la escala mundial que al comienzo había hecho Pinochet con las ametralladoras y cámaras de torturas en Chile. En particular, se valieron de los recursos de la globalización financiera y las tecnologías informativas para quebrantar en el continente latinoamericano al viejo movimiento de la izquierda, que había crecido aprovechando la ola de la industrialización acelerada, devaluaron todos los esfuerzos del continente para superar el atraso: la industria con chimeneas humeantes no podía competir con los robots y las computadoras.


A partir de la analogía con el pasado reciente tampoco podemos descartar la posibilidad de que la situación actual, marcada por la recuperación de la demanda de los recursos naturales de países latinoamericanos, no dure mucho. La situación económica -hoy por hoy favorable para los gobiernos de izquierda de los países latinoamericanos-, puede cambiar.


K. Maydánik. ¿Y cómo se relacionan las reflexiones acerca del carácter progresista y del reaccionario con la actual situación en Europa Occidental, si la proyectamos a las realidades latinoamericanas? Si consideramos progresista todo lo que va encaminado al desarrollo del hombre y de las capacidades humanas ¿acaso cabe considerar como fenómeno reaccionario la lucha en defensa del Estado de bienestar?


V. Krasílshchikov. El Estado de bienestar, al igual que, en general, todas las doctrinas y prácticas social-reformistas keynesianas, presuponía la existencia del homo economicus. Pero el hombre occidental ya en los años 70 del siglo XX había superado en gran medida esa revelación suya, y en muchos casos el “renacimiento del mercado”, que se observaba en los países desarrollados desde finales de los años 70, fue una manifestación económica de motivaciones extraeconómicas en la conducta de los seres humanos, incluido el reforzamiento del espíritu creador en las actividades de la nueva clase media. Los intentos de conservar y, todavía más, de ampliar la esfera de influencia del Estado de bienestar sin alterar sus cimientos vienen a ser una especie moderna del socialismo reaccionario. Por algo en los países de Europa del Norte no se hizo hincapié en las reformas de mercado de por sí, sino en las reformas en las esferas de la educación y la investigación científica. Gracias a ello comenzó a formarse un modelo del desarrollo postindustrial alternativo al neoliberalismo ortodoxo.


K. Maydánik. Tal circunstancia revela tan sólo cierta tendencia general en el mundo hacia la reafirmación de la orientación social del desarrollo. La misma incluye algunas nuevas tendencias del desarrollo eurooccidental, el rumbo a la solución de los problemas sociales del país, proclamado por la actual dirigencia china y lo que es ahora tema de nuestra discusión, que es el auge de las fuerzas de izquierda en América Latina. Todo ello en conjunto nos da razones para hablar de un creciente rechazo global del neoliberalismo en sus formas ortodoxas.


V. Krasílshchikov. Sin embargo, ello no implica que se trate de un fenómeno reaccionario. Por el contrario, este fenómeno es, en general, progresista. Lo que sí es reaccionario, son los intentos de volver atrás a aquellos modelos del desarrollo socioeconómico, que ya cumplieron su misión histórica y la crisis de los cuales provocó hace 25–30 años el auge del ala neoconservadora.


K. Maydánik. Eso es cierto. No obstante, hablando de las diferencias entre la reacción y la contrarrevolución, entendida como otra revolución alternativa, tenemos que pensar en varios factores, que nos hacen revisar hoy día tanto nuestras nociones tradicionales “industrializativas”, como los paradigmas neoliberales, que predominaron en el mundo en los años 80–90. En primer lugar, está el factor ecológico, que jugará un creciente papel en el mundo; en segundo lugar, los procesos sociales y, en tercer lugar, ciertos paradigmas de orientación político-ideológica.


Aquí se ha mencionado el tercer capítulo del Manifiesto Comunista. A mi modo de ver, éste sirvió de base ideológica tanto para las conocidas “21 condiciones de unión a la Internacional Comunista” como para el estalinismo. No de aquel, que existió en los años 30, cuando se había convertido en un “normal” régimen de verdugos, sino de aquel, del cual procede la tendencia, que nos llevó a la introducción de tropas en Checoslovaquia en 1968. Tanto el capítulo mencionado, como el estalinismo, que es una forma de ortodoxia marxista vulgar, y como el aplastamiento de la “primavera de Praga” representan tipológicamente dos procesos y fenómenos parecidos. Ellos interpretan el socialismo y el movimiento socialista como sistemas extremadamente cerrados. Y cuanto más cerrados estén, cuanto más estrechos sean —esto es sólo accesible a los selectos, a los que “corresponden a los criterios”—, tanto mejor. Sin embargo, en el mismo Manifiesto Comunista existe el cuarto capítulo, orientado precisamente al carácter abierto del movimiento, que contradice al tercer capítulo. La principal peculiaridad de lo que están proclamando ahora Hugo Chávez y los demás izquierdistas latinoamericanos, es precisamente el carácter abierto del socialismo. Este último se nos presenta como un movimiento que sintetiza al máximo todas las corrientes, que intervienen en contra del fundamentalismo de mercado y de las consecuencias sociales de la política, basada en éste. Tal socialismo, que admite las interpretaciones más amplias, está basado, en primer lugar, en la prioridad de los valores generales, y no en los intereses sociales clasistas, y, en segundo lugar, en el imperativo de autoconservación de la humanidad. En otras palabras, el mundo alternativo al capitalismo actual, basado en los dos cimientos mencionados, es precisamente lo que ellos llaman “socialismo del siglo XXI”. Por algo hoy en día las principales inversiones de capital en Venezuela se concentran en dos esferas: la salud pública y la educación. Y a ésta última se le presta atención en todos los niveles: desde la alfabetización hasta la preparación de cuadros altamente calificados.


Tal prioridad del factor “social directo”, y no del socioeconómico (cambio del carácter de la propiedad) y no del “industrializador”, representa con toda evidencia el alejamiento del paradigma anterior de la edificación socialista posrevolucionaria (primero la liquidación de la propiedad privada y el desarrollo de los elementos materiales de la producción, y luego – la solución de los problemas sociales). Tal cambio de los acentos y fases está relacionado directamente con las peculiaridades estructurales del actual “viraje a la izquierda”.


Como ya he dicho, los cambios comenzaron a perfilarse en los años 1997–2002. Pero la envergadura real de esos cambios se hizo evidente sólo en los últimos años. Los “casos nacionales” se tornaron en fase del desarrollo regional, las oscilaciones de la coyuntura – en tendencia estructural (que, probablemente, tenga el carácter formador del sistema), y, a diferencia de los años 1962–1964 y 1972–1975, esa tendencia no la han podido cambiar ni el imperialismo de EE.UU., ni la reacción autoritaria, ni el “neoliberalismo de derecha”. Y ello, a su vez, nos hace volver a los problemas, primero, del lugar y el papel de esta región en el mundo contemporáneo y, segundo, de las probables variantes de continuación de la historia mundial, que va saliendo de aquel período, que todavía hace poco era llamado “fin de la historia” y que los historiadores del futuro lo bautizarían, probablemente, como “garganta de los 90”.


El mayor interés histórico y teórico lo representa, según me parece, el nudo de problemas de discusión, relacionado con las peculiaridades y el contenido histórico real de la actual “oleada de la izquierda”.


Pienso (y en ello estoy de acuerdo con Víctor Krasílshchikov) que las fórmulas y las definiciones, que parten de la categoría del “izquierdismo” hoy en día, aun siendo correctas, no son suficientes para dar una explicación de lo que está ocurriendo, y necesitan ser completadas y precisadas sustancialmente.


Comencemos por las peculiaridades genéticas del actual proceso.


Por primera vez en varios siglos del desarrollo dependiente de América Latina el viraje sociopolítico sistémico en el continente no fue causado por la influencia directa de los cambios (sacudidas) de crisis de orden global (económico o político). En la segunda mitad de los años 90 en el planeta no hubo guerras mundiales (incluidas las guerras napoleónicas y la "guerra fría") ni crisis económicas mundiales (3), ni agudización global de crisis sistémicas. En todo caso la acción directa de los factores externos sobre los procesos, que se desarrollaban en la región, fue esta vez mucho menor, que hace doscientos, setenta, cincuenta o veinticinco años…


Este carácter, en su mayor parte endógeno, del surgimiento y del desarrollo del “viraje” interviene como un factor de amplitud y de estabilidad del movimiento. Pero al mismo tiempo encierra cierto riesgo de aislamiento, de limitación de sus posibilidades de cooperación con los “hermanos de la causa”.


Al origen endógeno se debe otra peculiaridad del actual desplazamiento a la izquierda: la falta de las formas políticas tradicionales de transición, en la región y en el mundo, la falta de motivos del cambio de fases del desarrollo sociopolítico, del surgimiento de movimientos antisistémicos. La actual oleada no fue precedida por un auge de la lucha contra dictaduras, ni por el enfrentamiento al colonialismo, a la intervención extranjera, a la expansión imperialista, ni tampoco por guerras perdidas, ni por el crecimiento cualitativo de los elementos de la tradicional lucha de clases. El papel y el lugar de tales factores de transición política en la América Latina de los años 1997–2004 resultaron suplantados por la acción de lo que podríamos llamar factor social (mejor dicho, étnico-social) directo. Se trata del desarrollo explosivo de las tradicionales contradicciones entre la mayoría social (que se forma ya fuera de la base clasista) y las capas altas de la sociedad. Tanto los estados de ánimo, como las acciones de esta mayoría son, mayormente, de carácter espontáneo, y sólo en un grado mínimo se deben a la acción estable de las tradicionales vanguardias políticas, como lo son los partidos, los focos de insurgencia o frentes de la oposición (una excepción de ello es Brasil).


Correspondientemente como principal sujeto de tal proceso ya no interviene la nación, ni la coalición clasista (encabezada por la burguesía o por el proletariado) tampoco el “pueblo” (una comunidad contraria al poder, que se forma sobre la base política y es encabezada por la vanguardia política), sino un conglomerado de las capas bajas étnico-sociales de la ciudad y el campo, que constituyen la mayoría de la población en la región. Hasta ahora esa mayoría sólo esporádicamente tomaba parte activa y, a veces, la decisiva en la lucha bajo la dirección de las capas radicales de la pequeña burguesía o de la burguesía liberal. Ello ocurría, por ejemplo, en los momentos de la sublevación contra tiranías personales (Nicaragua) o durante la oposición a las intervenciones. Y ahora tal mayoría se ha convertido, en realidad, en el hegemono del movimiento, que podría ser denominado como “rebeldía de los excluidos”.

¿Se tratará de un fenómeno íntegro, de un proceso con cierta base sólida? ¿O es que en la región se desarrollan dos (o más) tendencias diferentes, como la propiamente izquierdista (de la izquierda radical, de la izquierda populista, la antiglobalista, la antimodernizadora, etc.) y de la centro-izquierda (social-demócrata, social-reformista, modernizadora, etc.)?


En los últimos uno o dos años los principales esfuerzos de la propaganda y la política derechista y del centro-derecha se aplican para reafirmar el paradigma de las “dos izquierdas” con tal de profundizar al máximo la grieta entre la izquierda “civilizada” y la “salvaje”, personificándolas con Lula y Chávez.


Sería absurdo negar el propio hecho de la existencia de varios proyectos dentro del “viraje a la izquierda”, y es poco probable que valga la pena negar la posibilidad de su unión dentro del marco de las dos tendencias principales (llamaríamos convencionalmente a estas como “roja” y “rosada”).


Parece que la esencia del problema es otra. ¿Existirá un factor integrador, además de la evidente diferenciación de las corrientes y tendencias? ¿Cuán potente es? ¿Cuál es su contenido real? ¿Qué es lo más importante, al fin y al cabo, para la historia, para el futuro del continente: el principio integrador del actual desplazamiento, o el diferenciador? Estoy seguro en este caso que el principio integrador fue y, por ahora, sigue siendo más importante, que el diferenciador. Y este principio integrador (prioridad del elemento social) se diferencia del fundamentalismo del mercado, que fue la tendencia vectora del pasado reciente. Esto es, lo que unifica las posiciones de Fidel, de Chávez y de la mayoría de otros líderes de las corrientes “rojas” así como, la actitud ético-política de Lula, que les estamos oponiendo (por ejemplo, la actitud hacia el Movimiento de los trabajadores rurales sin tierra.


En otras palabras, existen diferencias, y bastante profundas. Pero ellas existen dentro del marco del proceso, que se desarrolla sobre una sola base social y ética común, de un proceso, encaminado a un tipo similar de cambio (dentro de una u otra escala) del paradigma del desarrollo anterior. Desde el punto de vista científico y teórico el análisis del principio integrador común, incluidas las contradicciones, que le son propias, nos parece mucho más difícil y más importante, que la constatación de las evidentes diferencias entre los “rojos” y los “rosados".


¿Convendrá evaluar el actual “viraje a la izquierda” como un paso para adelante o para atrás en comparación con las tendencias izquierdistas de los decenios anteriores?


A mí modo de ver, la calificación anterior de los movimientos de los años 50–70 como movimientos, que se caracterizaban por el crecimiento de los elementos clasistas, no es correcta. En este sentido la situación en la región seguía siendo estable: allí no llegaron a formarse las clases de la sociedad posindustrial europea. Elementos clasistas seguían siendo dominantes en los movimientos (masivos) de la izquierda en Chile, Uruguay y, en cierta medida, en Argentina y Bolivia. En la parte restante de la región la situación eurooccidental ("clasista"), que no existió en los años 40, tampoco llegó a formarse en los años 70. Aquí los sujetos de movimientos antisistémicos y de revoluciones no se formaban sobre una base clasista. ¿Qué clase fueron los hegemonos de las revoluciones en Cuba y en Nicaragua? ¿En quiénes se apoyaban todos los movimientos rebeldes en otros países de América Latina? Todavía en los comienzos de los años 50 Fidel determinó al sujeto de la revolución en la región como “pueblo”, o sea, como antipoder, como cierta comunidad que manifiesta la oposición política entre el poder y el pueblo. A propósito, precisamente la esperanza de que los procesos de la industrialización conducirían inevitablemente tarde o temprano a la formación de la clase obrera europea, fue la que condenó al aislamiento, según pienso, al movimiento comunista en América Latina, que no podía rehusar a su eurocentrismo (al igual que al "sovietcentrismo”).


A la luz de la experiencia de los años 1950–70 la actual “rebelión de la mayoría” en aras del desarrollo alternativo en América Latina me parece ser un evidente progreso (dentro del sistema de coordenadas “izquierdista”). Al igual que eran progresistas las “revoluciones populares” de la segunda mitad del siglo XX en comparación con la heroica y desigual lucha del proletariado del enclavado en los decenios anteriores. Así de progresista es el movimiento alternativo alterglobalista contemporáneo en comparación con el movimiento comunista internacional del siglo pasado.


Estoy de acuerdo con que los elementos de la utopía existen realmente tanto en los motivos y en las esperanzas del conglomerado de las capas bajas socialmente excluidas, como en los proyectos de los regímenes, que llevan a la práctica la prioridad de los problemas sociales. También estoy de acuerdo con que en torno a las contradicciones de la globalización se está formando un apretado nudo de problemas. Sin embargo, en primer lugar, sin los elementos de la utopía no puede existir ningún movimiento alternativo. En segundo lugar, similar preocupación social, basada en imperativos (o amenazas) reales del desarrollo global, se está convirtiendo poco a poco en uno de los imperativos mundiales básicos. Como sujetos sociales de tal preocupación intervienen cada vez más no sólo los desposeídos, sino también los grupos portadores de las tendencias materiales y espirituales más progresivas de la contemporaneidad.


Por fin, es necesario comentar el empleo de la categoría “populismo”. Hoy en día con el “populismo” se define y se explica la mayor parte de todo lo nuevo que transcurrió y sigue transcurriendo en América Latina. Esta noción se ha convertido en una especie de “ganzúa teórica” para los problemas relacionados con los cambios socio-políticos en la región, aunque al comienzo se trataba más bien de la elección “del camino de menor esfuerzo teórico” (explicación de un fenómeno nuevo e inesperado por medio del “plus quam perfect”) por parte de los investigadores y/o periodistas. Pero más tarde el rótulo del populismo se convirtió en categoría, que servía a intereses políticos concretos: a la movilización de la opinión pública contra un enemigo político y, que es lo esencial, a la profundización de la fisura del “frente de los socialmente preocupados”. La noción del populismo sirvió de una especie de cuña, que se clavaba entre las tendencias radicales y moderadas (“roja” y “rosada”) del “viraje a la izquierda”. La primera la hacían descender al nivel del populismo (convirtiendo en algo peyorativo), mientras que la segunda la elevaban sobre la primera, como “modernizadora”, “social-demócrata”, “civilizada”, etc.


En Rusia tal “innovación” teórica era recibida con entusiasmo, ya que respondía a los estados de ánimo del tradicional narcisismo dogmático y de la nada menos tradicional “izquierdofagia” (o sea, de la reaccionaria tradición de “antiizquierdismo”, formada en los años 90 – N. del redactor).


Desde luego, son bien reales ciertos elementos de semejanza entre los actuales regímenes de Venezuela, Bolivia, Argentina y los movimientos sociales de otros países de la región, por un lado, y aquellos, que se consideran como un ejemplo clásico del populismo latinoamericano, por el otro. Pero no son grandes y, que es lo principal, no son cualitativos. Puede tratarse de los rasgos, como la personalización del poder, la tendencia de limitar la división de poderes, la relativa autonomía del Estado respecto a algunas clases, tendencias etatísticas en la economía, etc. Sin embargo, el problema consiste en que tales rasgos les son propios casi a todos los regímenes en la historia de la región, cuando se establecía un nuevo poder, incluidos los regímenes  revolucionarios: desde los regímenes de Bolívar y del Dr. Francia (Paraguay) hasta el régimen cubano. Pero, saltan a la vista las “diferencias cualitativas” entre los modelos clásicos del siglo pasado y los llamados “regímenes populistas” de los comienzos del siglo XXI.


En el primer caso se trata de regímenes bonapartistas, autoritarios de compromiso social y de maniobra social, que no alteran las estructuras básicas y la lógica del desarrollo capitalista (aunque aspiran a acelerarlo y a darle mayor autonomía). Se trata de los regímenes, que representan una superestructura sobre la fase inicial de la amplia industrialización (de sustitución de las importaciones) con el nacionalismo como elemento fundamental de su ideología, y con las maniobras entre los centros de fuerza externos, como base de la política exterior.


En el segundo caso debe tratarse de regímenes con política e ideología social univalente y bien marcada, sin elemento alguno de la hegemonía de la burguesía nacional. Son regímenes, que quiebran la lógica y las estructuras de desarrollo anteriores, son regímenes de libertades democráticas y de una política exterior absolutamente independiente.


Sin embargo, incluso los investigadores más concienzudos establecen analogía entre el régimen “populista” de Chávez y los sistemas populistas “clásicos”, que realmente existieron en el siglo XX. Según ellos, lo que tienen unos y otros en común es que la prioridad no se le da a la organización de la producción, no al desarrollo de los institutos políticos democráticos, no a la “alta cultura”, sino a la redistribución entre el pueblo de los recursos, obtenidos de la exportación de materia prima. Esta prioridad “distribuidora”no la aceptan tanto los neoliberales, los cuales suponen que la desigualdad es el motor del progreso, como los dogmáticos ortodoxos de índole marxista, los cuales consideran que la clave está en la solución de los problemas de la propiedad o “en el desarrollo de la producción”. (Mientras, tanto los primeros, como los segundos, reconocen la necesidad de tal prioridad como la reducción de pobreza, pero de manera más bien abstracta, “en un principio”). Por el contrario, precisamente tal prioridad de acabar con la miseria y de reducir bruscamente la pobreza forma la base del proyecto y de la nueva ideología, que se está formando, los cuales, sin coincidir en toda una serie de tesis y de conclusiones importantes con el socialismo del proletariado, expresan, al igual que este último, la tendencia de salir fuera de los límites del capitalismo.


Otras dos tesis importantes de este proyecto del socialismo del siglo XXI, o sea, sus componentes alterglobalista y ética, requieren, a mi modo de ver, un análisis especial.


Y por último. Todo lo dicho no significa de manera alguna la negación de los profundos problemas y contradicciones internas, propias de la actual tendencia vectora del desarrollo socio-político en la región. Pero, tales problemas les son propios a cualquier situación en el cambio de las fases del desarrollo, y también requieren una discusión aparte.


L. Okuneva. Estoy de acuerdo con la opinión de K. Maydánik de que lo esencial en este fenómeno del viraje a la izquierda es la inclinación hacia lo social, hacia la prioridad de los problemas sociales. Me parece que ello es correcto no sólo en relación a América Latina, sino también en relación a los países donde los problemas sociales, al parecer, ya estaban resueltos. Me refiero, ante todo, a la ola de protestas sociales en Francia, que se produjo en la primavera del año 2006, y que venía a ser algo así como una segunda edición de los sucesos de Mayo del año 1968. Aunque los estudiantes y los sindicatos que los apoyaron no exigían nuevos derechos sociales (a diferencia de mayo de 1968), sino la conservación del status quo, fue una lucha impresionante, que demostró la fuerza de la sociedad civil y que demostró con toda claridad a las élites gobernantes que no era posible estructurar las relaciones entre el poder y el pueblo dejando de lado a la sociedad.


Tal conflicto tiene una determinada dimensión de actualidad para América Latina, ya que pone en evidencia la agudeza del problema de la relación entre los imperativos económico y social. La lógica de las capas superiores refleja, en particular, su deseo de liberalizar el mercado del trabajo partiendo del principio de “igualdad de oportunidades” para frenar de este modo la subida del costo de la mano de obra, elevar los ritmos de crecimiento económico y acrecentar la competitividad de la economía nacional en las condiciones de la globalización. Sin embargo, la juventud francesa y la mayoría de la sociedad, que la está apoyando, entiende de otra forma el principio de la “igualdad de derechos”. Ellos decidieron que sus derechos sociales están seriamente restringidos por tal reforma y lograron su anulación. Es notable que precisamente este aspecto de la experiencia francesa (la necesidad de defender los derechos sociales y la lucha de los trabajadores contra la limitación de éstos por parte del Estado) haya sido analizado detalladamente en Brasil, México y en Chile.


Desde luego, la necesidad de combatir la pobreza es reconocida no sólo por las fuerzas de izquierda. ¿Pero cómo hacer que esta lucha sea exitosa? Es ya una cuestión de la estrategia política. ¿Y cómo elaborar una estrategia, que combine la política del crecimiento económico con la disminución de la desigualdad y de la pobreza? Pues las reformas de mercado, por un lado, pueden contribuir al incremento económico, con lo cual se reduciría el número de grupos sociales que viven en condiciones de pobreza absoluta. Por otra parte, tales reformas amplían el diapasón de la desigualdad social. En América Latina contribuyen a tal dinámica las peculiaridades genéricas del capitalismo latinoamericano (y en Rusia – las del ruso). En la etapa inicial las reformas de mercado sólo se tradujeron en la redistribución de la propiedad dentro de la élite, la profundización (en Brasil) y la aparición (en Rusia) del abismo entre los ricos y los pobres, contribuyeron a la modernización social y económica de un enclave, y no a la modernización general.


Por estas razones el enfoque por que se guía la izquierda es diametralmente opuesto. Tales son los principales postulados del socialdemócrata Cardoso y de sus correligionarios en Chile y en otros países del continente, sin hablar ya del actual gobierno de izquierda. El mercado no es capaz de resolver el problema de la pobreza, y la empresa privada no conducirá a la superación de la profunda desigualdad social y de la miseria. Tiene que promoverse al primer plano el Estado, cuya tarea primordial consiste no sólo en “irse de la economía”, sino en acudir a la esfera social, poner en práctica reformas enfiladas contra la pobreza y la miseria. Por ello, precisamente, la actual izquierda latinoamericana propugna el reforzamiento del Estado, que es una institución capaz de atenuar los efectos negativos del mercado.


T. Vorozhéikina. Quisiera hablar del “giro a izquierda” en América Latina en un aspecto más estrecho, centrándome en el fenómeno de la llegada al poder en varios países —por vía electoral—de partidos, coaliciones políticas, movimientos sociales y líderes políticos de orientación izquierdista. En los años 1998–2006 ello ocurrió en Venezuela, Chile, Brasil, Costa Rica, Argentina, Uruguay, Panamá y en Bolivia. En los años 2004–2006 las coaliciones, partidos y líderes de la izquierda perdieron las elecciones por diferencia mínima en El Salvador, Perú y en México. No obstante, este proceso de evidente carácter continental no es irreversible ni monovectorial. Baste recordar una excepción tan importante, como es el caso de Colombia, donde en el año 2006 las urnas otorgaron un segundo mandato al presidente derechista Alvaro Uribe.


Lo que es común para las fuerzas de la izquierda —tanto las que accedieron al poder o perdieron la batalla electoral en los últimos ocho años— es su orientación a una política social del Estado que permita disminuir o atenuar la profunda desigualdad en la distribución de los ingresos, reducir la pobreza, liquidar la miseria y el hambre.


Con este motivo me interesan tanto las causas internas de tal viraje como el grado en que las medidas que se están tomando ayudan realmente a superar el principal defecto del desarrollo social en el continente: la extrema polarización económica, social y cultural, que no le permite a ninguno de los países del continente hablar de la sociedad nacional como de algo sólido.


Naturalmente, en los cambios, que transcurren en América Latina es grande el papel de los factores externos: las relaciones con EE.UU. y el proceso de la globalización. Vale decir que tales factores no son de la misma índole. Así, por ejemplo, las propuestas de EE.UU. de crear el ALCA contradicen, realmente, al proceso de la globalización, el cual, ya por antonomasia, no reconoce fronteras. También es contradictoria la influencia de la propia globalización en América Latina. En su aspecto actual ésta, sin lugar a dudas, conduce a la profundización de la desigualdad tanto en el aspecto social, como en el geográfico, dejando como “sobrantes” capas de la población y regiones enteras.


Sin embargo, en México y en América Central este proceso les proporcionó trabajo a decenas de miles de personas, las cuales antes no tenían ocupación alguna. Me refiero a las maquiladoras, en las cuales están ocupadas precisamente las categorías de la población latinoamericana (los pobres y los de poca instrucción), que antes quedaban a raya del proceso de capital-intensivo de la industrialización en el continente.


La influencia de los factores externos sobre la situación en los países latinoamericanos se manifiesta, particularmente, en Venezuela. La recia actitud y la retórica antinorteamericana del presidente Hugo Chávez, su pujante política exterior sin definición clara, demuestran, que él procura convertir a la amenaza norteamericana en una principal herramienta política para lograr la consolidación de la sociedad venezolana, convirtiendo de tal forma al factor externo en el interno. Parece una paradoja, pero el reforzamiento de los ánimos antinorteamericanos en la política y la retórica de Chávez se efectúa en las condiciones, cuando la política imperial de EE.UU. en América Latina quedó mermada después del fracaso de la invasión a Irak. Además, el “fin del Imperio” en América Latina fue acelerado, con toda evidencia, por la condena general en el continente de la actitud de EE.UU., que apoyó el golpe de Estado en Venezuela en el año 2002.


Sin embargo, tomando en consideración la indudable importancia de los factores externos de la “vuelta a la izquierda” en América Latina, supongo que las principales causas de tal viraje radican dentro de las sociedades latinoamericanas. La más importante causa integral (la suma de los factores) de este viraje son, naturalmente, como ya han destacado los participantes en nuestra discusión, las consecuencias sociales y la crisis del modelo neoliberal del desarrollo. Además, sólo en dos países la crisis socioeconómica y política fue causada directamente por el fracaso del neoliberalismo: en Venezuela y en Argentina. (Más complejas son las causas de una serie de crisis en Ecuador y Bolivia). No obstante, también en los países, donde no hubo fracasos tan evidentes, el rumbo hacia la liberalización de la economía y la reducción sustancial de la participación del Estado en la economía también provocaron una brusca profundización de la desigualdad y el crecimiento de la miseria. Como una excepción de ello puede considerarse Brasil, el país con una distribución más desigual de los ingresos en toda América Latina, donde la parte de los más pudientes, que era igual al 10%, comenzó a disminuirse paulatinamente a mediados de los años 90 (aunque luego volvió a crecer, llegando al 52.8% en el año 2001). En Brasil precisamente en los años 90 se observa la sustancial reducción del número de los pobres (del 41.2% en el año 1990 hasta el 34,1% en el 2001) y de la miseria (del 16.7 en al año 1990 hasta el 10.4% en el año 2001) (4). A mi modo de ver, esos cambios positivos fueron un resultado de la política de Cardoso, que intentaba de combinar la estabilidad económica, la lucha contra la inflación y la paulatina liberalización de la economía con una política orientada al aumento de la ocupación y a la facilitación del acceso a la enseñanza para las capas más pobres de la población.


Naturalmente, la enorme diferencia en los ingresos y la “exclusión” social y económica de las masas surgieron en América Latina mucho antes de los años 90. El problema de la integración de la sociedad, de la incorporación de los “excluidos”, estaba vigente en América Latina durante todo el siglo XX (y todavía antes). Los regímenes populistas de los años 30–50 lo resolvían mediante la incorporación de los trabajadores urbanos a las estructuras, controladas por el Estado, abarcándolos con la activa política ocupacional social. Este modelo fue el más “incorporador” desde el punto de vista social. No obstante, esa política dejaba de lado a una gran parte de la población rural y a los círculos más pobres de las ciudades. La gran desigualdad social en la distribución de los ingresos aumentó prácticamente en todos los países durante el período del populismo clásico latinoamericano. Sólo en México durante los años 1964–1982 se producía una estable nivelación de la distribución de los ingresos a cuenta de la paulatina reducción de la parte de las dos décimas partes superiores del ingreso estatal.


La crisis del modelo populista les abrió el camino al poder a los regímenes autoritarios, que resolvían tal problema mediante la separación del “sector popular” (término de Guillermo O’Donnel) de los canales de la participación política, mediante su fraccionamiento y de las represalias políticas por indicios sociales. El objetivo de todo ello consistía en establecer la orden, en la cual los de abajo (y no sólo ellos, sino también parte de las capas medias) “supieran bien su lugar debido”.


Realizando la política económica, basada en el aislamiento socio-económico más recio, los regímenes militares suponían que el Estado debía desempeñar un papel dirigente y “formador” respecto a la sociedad.


La democratización política de los años 80 y la liberalización de los años 90 fueron la causa de que el Estado se alejara no sólo de la economía, sino también de la esfera de la reproducción de relaciones sociales, donde tradicionalmente desempeñaba un papel importantísimo. De acuerdo con las ideas, que dominaban en la primera mitad de los años 90, el problema, que no se había logrado resolver durante decenios, tenía que resolverse por sí mismo gracias al desarrollo libre del mercado. La consigna “democracia sin adjetivos”, lanzada por primera vez por el historiador mexicano Enrique Krause, reflejaba, en esencia, el distanciamiento del problema, el reconocimiento de que era insoluble. Mientras tanto, a pesar del crecimiento de la desigualdad, la política liberal de los años 90 tuvo consecuencias muy importantes y extremamente positivas para el desarrollo de la sociedad civil. El alejamiento total del Estado de la esfera de la reproducción de las relaciones sociales en México, Perú y en Brasil, y todavía antes en Chile, estimuló el proceso de la autoorganización de las capas inferiores de la población, de los pobres y los “excluidos”, los cuales se vieron obligados a asumir las funciones, que habían sido rechazadas por el Estado.


Debido a éste y a toda una serie de otros factores apareció otra sociedad civil, en la cual se apoyan y con la cual interaccionan los regímenes políticos de la izquierda en América Latina contemporánea.


Además, en el curso de la democratización política de los años 80–90 en los países más grandes y más desarrollados de América Latina fueron restaurados (como en Chile) o creados de nuevo (como en la mayoría de los demás países) los institutos democráticos suficientemente estables, que no se desmoronarían como antes, durante cataclismos socioeconómicos (Argentina) y serían capaces de resistir a la transferencia del poder de una fuerza sociopolítica a otra (Chile, Brasil). Fue eso, lo que les permitió a los partidos, a las coaliciones y a los líderes políticos de izquierda llegar al poder en las elecciones democráticas. Y por los de la izquierda votaron no sólo los pobres y los “excluidos”: Lula en 2002 y Evo Morales en 2005 recibieron también los votos de una parte de la clase media.


Así que, el actual desplazamiento político en América Latina fue un resultado tanto de los procesos a largo plazo y de los acumulados problemas de la desintegración socioeconómica, como de los cambios positivos del último decenio en la esfera de la institucionalización política y del desarrollo de la sociedad civil. Desde tal punto de vista el fenómeno del “viraje a la izquierda” en América Latina representa un proceso único, y estoy de acuerdo con aquellos, que consideran la contraposición de dos grupos de la izquierda: los “moderados” (Lula, Néstor Kirshner, Tabare Vázquez y Michelle Bachelet) y los “radicales”, como Hugo Chávez y Evo Morales, muy superficial y poco explicativa. Estoy de acuerdo con que el término “populismo” no caracteriza de manera adecuada la esencia del régimen, creado por Chávez en Venezuela. Creo que es mucho más importante comprender cómo se soluciona (o no se soluciona) el problema de la incorporación de los excluidos, qué medios se utilizan y a qué consecuencias para la sociedad ello conduce. Y en este sentido hay realmente una diferencia sustancial entre los dos modelos de países, que personifican en gran medida el “viraje a la izquierda” latinoamericano que son Venezuela y Brasil.


Venezuela, al igual que Bolivia y Colombia, es un país con uno de los niveles más altos de la pobreza y de la miseria en América del Sur (el 53% y el 21,7%, correspondientemente en el año 1999) (5). Los ingresos provenientes del petróleo, que fue nacionalizado en el año 1970, se distribuían de manera extremamente desigual a través del Estado y de las estructuras asociadas entre el 40% de los estratos superiores de la población.


El control estatal sobre este importantísimo recurso de exportación se combinaba con el sistema político formalmente democrático de los años 1958–1998, cuando en el poder se alteraban los dos partidos políticos principales. No obstante, los reales canales representativos dentro de este sistema eran bloqueados e inaccesibles para la mayoría de la población, que no era admitida a la repartición del “pastel petrolero”. Para los finales de los años 90 tal sistema ya estaba desusado tanto moralmente, como físicamente. El último golpe le fue asestado al comienzo del decenio por el intento de la liberalización económica. Cuando Chávez triunfó en las elecciones de diciembre del año 1998, recibiendo el mandato para llevar a cabo la radical reforma política, el sistema político anterior de Venezuela se había desmoronado, mientras que los partidos tradicionales ya murieron por si mismo.


Chávez pudo sacar la máxima ventaja de esta autodesintegración. Después de resistir en las condiciones de lucha interna extremamente dura (intento del golpe militar en abril del año 2002, la huelga de la compañía estatal de petróleo a fines del año 2002 – comienzos del 2003, el referendo sobre la revocación) Chávez logró en 2006 establecer su control completo no sólo sobre el poder ejecutivo, sino también sobre el parlamento, la Corte Suprema, el Consejo Electoral Nacional.


De tal manera en menos de siete años de su presidencia Chávez pudo liquidar por completo las instituciones políticas en Venezuela. La mayoría, que apoya a Chávez, tiene un solo voto, el voto del propio presidente, que cada semana se dirige al pueblo por la televisión. El contacto directo del líder con las masas, sin la mediación de instituciones, es un indicio del parentesco del régimen de Chávez con el clásico populismo latinoamericano de los mediados del siglo XX. Las declaraciones sobre la democracia directa, sobre la democracia participativa como uno de los objetivos del proclamado “socialismo del siglo XXI”, quedarán más bien como una consigna de propaganda en el sistema del gobierno, basado en hechos bien reales: el control personal de Chávez sobre la compañía petrolera estatal, sobre las fuerzas armadas y la policía. Además vale subrayar, que Venezuela sigue siendo un país libre, donde no hay censura, represiones ni presos políticos.


Para el año 2006 Venezuela logró alcanzar un cambio radical en la situación social, que se empeoraba hasta el año 2003, cuando Chávez pudo establecer su control sobre la compañía petrolera estatal. El nivel de la pobreza se redujo en 2006 hasta el 40% de familias (desde el 60% en el año 2003). El desempleo se redujo en el mismo período del 20% al 10% (6), mayormente gracias al crecimiento del número de empleados en las entidades estatales y al aprovechamiento de las capacidades libres en las empresas del sector privado. Los ingresos de las capas más pobres de la población casi se duplicaron. En el país se ha creado un sistema de “misiones” especiales, que aseguran el acceso a la asistencia médica, a la enseñanza y al abastecimiento de productos a un precio en el 40% menor que los precios del mercado. Sin duda alguna, todo ello mejoró la situación de las capas de la población antes excluidas y aumentó el apoyo de éstas al régimen.


¿Pero significará ello que en Venezuela encontraron realmente el camino de la integración de la sociedad, que permite asegurar a largo plazo la incorporación de aquellos, que fueron marginados por el sistema anterior? Pienso que no. Y ante todo, porque la situación de toda esta gente no depende, al igual que antes, de su voluntad propia, de sus esfuerzos y de su capacidad de autoorganización. Todo lo determinan la voluntad y las decisiones de una sola persona en el país, que pretende poseer la máxima verdad. Hoy en día tiene la prioridad la política social, y mañana pueden hacerse prioritarias las compras de armas, incomparables con la real amenaza, y pasado mañana – los gastos de miles de millones de dólares en las actividades económicas externas, que pasan al margen del presupuesto y no se controlan por nadie, salvo el propio Chávez.


Este proceso de la desinstitucionalización política, que acabo de describir, llegó a formar un poder prácticamente inalterable. A mi modo de ver el régimen de Chávez no es una alternativa desde el punto de vista de la real adquisición de “voces por los mudos” y del derecho de decidir el futuro propio independientemente: el sistema político, que carecía de canales de representación política eficaces para los pobres, ha sido reemplazado por el otro, en el cual las instituciones representativas no existen. Por ello no es nada sorprendente el hecho de que Venezuela es ahora uno de los países más corruptos (130 lugar de los 159, según datos de la Transparency Internacional). La corrupción es un fenómeno natural e irradicable en los países, donde no existen mecanismos de control civil sobre el poder ejecutivo.


Otro enfoque a la solución de los mismos problemas podemos ver en Brasil moderno. En vez de destruir las instituciones de la democracia representativa éstas fueron aprovechadas y reforzadas, inclusive para asegurarles el acceso a la toma de decisiones a aquellos, que antes no lo tenían. Desde el punto de vista de todo tipo de desigualdades, de las desproporciones regionales y de las peculiaridades de la cultura política Brasil es uno de los países más difíciles para la realización de semejante enfoque. Los veinte años del dominio del régimen autoritario, la arbitrariedad y la violencia como método más habitual para solucionar conflictos a todos los niveles, las tradiciones de politiquería carente de principios como única manera de aplicar la política del partido no dejaban esperanzas de que tal sistema político podía hacerse transparente para los de abajo.


Sin embargo, pienso que tanto Lula, como Cardoso, su antecesor en el cargo de presidente, avanzaban concientemente en este sentido. Desde tal punto de vista las interminables demoras en el parlamento y los acuerdos, carentes de principios, que allí se concertaban, no eran una debilidad del proceso ni un fastidioso obstáculo en la realización de una política económica eficaz. Por el contrario, ellos fueron el recurso para crear la cultura del compromiso, fueron la única manera real de formar las instituciones democráticas en un país, que antes prácticamente no las conocía. Con las evidentes imperfecciones de tal enfoque está relacionado, en particular, el escándalo corrupcionista, en el centro del cual se encontraba el PT en el año 2005: si no alcanzan votos para promulgar una ley necesaria, esos votos pueden ser comprados aprovechando los recursos del presupuesto. Este escándalo demuestra además de todo, que en la política no hay a ciencia cierta “limpios” ni “sucios”. No hay ideología, que le garantice la inmunidad a la corrupción. Tal inmunidad la puede dar sólo un mecanismo desarrollado de control civil.


En lo que se refiere a la política social, Lula hizo en cuatro años no menos que Chávez y prácticamente cumplió sus principales promesas electorales del año 2002. La cuarta parte más pobre de la población de Brasil gana unos 45 dólares mensuales, con la particularidad de que sus hijos asisten al colegio y se someten regularmente al control médico. Por este camino se ha intentado solucionar uno de los principales problemas sociales del país: cuanto más niños abandonan la escuela para ir a trabajar y a ayudar a sus familias, cuanto menos puestos laborales bien pagados para cuadros calificados se crean, tanto menor es la posibilidad de las futuras generaciones de retener a los niños en la escuela. De esta manera la enseñanza se convierte en un importante factor en la larga lucha contra la pobreza. Además, la sopesada política económica, heredada de Cardoso, el mantenimiento del equilibrio presupuestario y de un real estable, son de gran provecho para las capas menos adineradas de la población, ya que precisamente ellas eran las primeras en sufrir de la alta inflación. Según los datos del Fondo de Jetulio Vargas el nivel de la pobreza en el país disminuyó desde el 28% en el año 2003 hasta el 23% en el año 2005. Los ingresos reales de las familias más pobres creció en los años 2004–2005 en el 28%, mientras que los ingresos de las capas medias en el mismo período subieron sólo en el 1.6%.


La combinación de elevados gastos sociales con el mantenimiento del equilibrio económico tiene, por supuesto, su cara inversa. Durante la estancia de Lula en el poder la economía de Brasil ha crecido en un ritmo promedio anual de 2.6%  (7), que es uno de los índices más bajos entre los países latinoamericanos. Las razones de ello están parcialmente relacionadas con la política social (un real fuerte, que dificulta la competencia, y los impuestos, que forman el 37% del PIB) y, también parcialmente, a los problemas de la propia economía brasileña y a los mecanismos de su interacción con el Estado. En opinión general, que también repercutió en los resultados de la votación del 2 de octubre, en adelante mantener el mismo modelo será muy difícil, o hasta imposible.


A pesar de ello, me parece que Lula ha hecho lo suficiente para dar a los “excluidos” mayores oportunidades de incorporarse al sistema político y social. El principal recurso para ello es la edificación de un Estado, que, según dijo F. H. Cardoso, deje de ser, de acuerdo con la tradición brasileña, un trofeo y coto privado, convirtiéndose en “causa común”, en res publica. En este sentido un importante avance es que la esfera política en Brasil se haya institucionalizado y las relaciones del presidente con el pueblo, que lo apoya, estén mediadas por un partido, del cual el presidente es militante y el cual tiene con frecuencia su punto de vista y no siempre coincidente respecto a la política del presidente. Sin idealizar en lo más mínimo lo que está ocurriendo en Brasil, quiero decir que el aspecto institucional de las actividades de la izquierda brasileña, a pesar de todos sus fallos y deficiencias representa un fenómeno realmente nuevo en la política de las fuerzas de izquierda en América Latina, a diferencia de Chávez, el cual en este sentido actúa de modo acorde con la tradición, tildando a los que no están de acuerdo de enemigos y de contrarrevolucionarios, sin darse la pena de argumentar de alguna manera su propia actitud.


La comparación de Venezuela con Brasil demuestra que el problema de la incorporación de los “excluidos” es un problema clave, del cual depende el futuro de la democracia en América Latina. Si se logra incorporar sus asociaciones en el sistema pluralista general de representación civil y política, dentro del cual ellos podrían defender eficazmente sus intereses, la sociedad adquiriría estabilidad, que vendría en combinación con la ampliación del carácter representativo de las instituciones políticas. Chile y Brasil son los ejemplos de tal desarrollo en América Latina contemporánea. Si ello no se logra alcanzar, las tradiciones paternalistas nada democráticas de los de “abajo” se fusionarán con las tendencias autoritarias del sistema político. Venezuela y, según parece, Bolivia son ejemplos de como el derrumbe del sistema político viejo, impermeable para los “excluidos”, conduce a la reafirmación (¡por vías democráticas!) de regímenes autoritarios, que hacen añicos el carácter representativo de las instituciones y su capacidad de interpretar los intereses de la sociedad (incluyendo la protesta social) para transmitirlos a la esfera política.


A. Ryábov. Nuestra discusión ha demostrado que existen varios enfoques y apreciaciones de las perspectivas del desarrollo político del continente latinoamericano. También han sido distintas las opiniones acerca de la envergadura, la duración y el significado del “giro a izquierda” que se produce en varios países de América Latina. Tal variedad de opiniones revela el carácter contradictorio y fuerte dinamismo de los procesos políticos en curso en esta región. Me parece que el principal resultado de nuestra discusión consiste en que los distintos enfoques referidos al futuro del continente latinoamericano han obtenido una sólida base de argumentación.

 



1. Conversación con Osvaldo Sunkel: El desarrollo de América Latina ayer y hoy.//Cuadernos del CENDES, año 22, N 60, septiembre-diciembre 2005. P. 157–160.
2. Che Guevara E. Contra el burocratismo. – Obras 1957–1967. La Habana, Casa de las Américas, 1970, t.II. P. 177–179; El socialismo y el hombre en Cuba. – Ibid., pp. 382–383; La influencia de la Revolución cubana en América Latina. – 490–491.
3. La crisis asiática de los años 1997–98, a pesar de su significado mundial, fue de carácter más bien regional y, además, bastante breve.
4. CEPAL, anuario estadístico de América Latina y el Caribe, 2005. Santiago de Chile, 2006. P. 76, 74.
5. Ibid., p. 74.
6. The Economist, 2006, February 21. P. 46; CEPAL. Balance preliminar de las economías de América Latina y el Caribe, 2006. Santiago de Chile: UN, 2006. P. 164-165.
7. Contado por: CEPAL. Balance preliminar… 2006, cuadro A-2.


 

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